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jueves, junio 17, 2010

Verita y la ciudad de la luz - Echenique

"¡Mamita! ¡Qué tal par de cretinos!", fueron las primeras palabras que escuché decir a Verita. Aún no lo conocía, ni sabía quién era, ni sabía tampoco que era peruano ni en qué momento había hecho su aparición en L'Escale, un pequeño, muy oscuro y sumamente atabacado local musical, situado en la rue Monsieur le Prince, entre los bulevares Saint Germain y Saint Michel, y en pleno corazón elegante del Barrio latino.
Sin embargo, L'Escale distaba mucho de ser un local distinguido o mínimamente elegante, siquiera, y ahí uno se instalaba como podía en mesitas apretujadas y se sentaba en incomodísimos y muy bajos taburetitos, sin saber nunca muy bien qué hacer con las piernas. Pero aquel simpático y muy popular antrillo era algo así como la meca musical de los latinoamericanos en la época en que llegué a París y lo seguiría siendo muchísimos años después. En él habían cantado o tocado la guitarra, el arpa, la quena, el charango y qué sé yo cuántos instrumento más del folclor latinoamericano, con la única finalidad de ganarse un con qué vivir, jóvenes promesas de las letras y de las artes, como el venezolano Soto, cuya obra plástica adquiriría con el tiempo renombre universal, Y a él acudía cada noche, a escuchar su música y beberse tintorros y sangrías de nostalgia, o simple y llanamente a divertirse con un grupo de amigotes o con una chicoca, toda una fauna proveniente de cuanto rincón pueda encontrar uno entre el Grande y la Patagonia.
Una noche estaba yo ahí sentado con mis amigos y compatriotas Carmen Barreda, futura gran pintora peruana, Raúl Asín, futuro abogadazo y hasta presidente de una gran empresa, y el simpático y siempre correcto Carlos Condemarín, otro mayúsculo futurible más, y no sé bien si hasta ministro aún en pañales, pero sí algún día presidente, me parece, de algo tan importante como el Banco de la Nación o el Reserva del Perú, o qué sé yo, pero a lo grande, eso sí.


¡Pura Vida!

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